No recuerdo si la historia me la contó Alí, que está en el paraíso de Mahoma, o Malainin, que vive, o ambos. Ocurrió en tiempos en que la guerra de resistencia contra las tropas del sangriento Hassán II se libraba en caliente, hace cosa de 30 años. Las patrullas guerrilleras del Frente Polisario recibían asignaciones para golpear al enemigo en sus líneas de aprovisionamiento y debían recorrer muchos kilómetros, a pie o en camello, para cumplir su misión, en trayectos extenuantes de varios días en los que había que cargar con lo indispensable, que era todo: armas y municiones, las jaimas para pernoctar y para guarecerse en las horas de mayor inclemencia solar, la sémola para preparar un cuscús austero, las infaltables hojas machacadas de té, para dar un poco de dulzura a la aridez, y el agua necesaria para esos efectos. ¿Mapas? No, no llevaban mapas porque una representación a escala del desierto es, además de monótona, del todo inútil. El sistema de geoposicionamiento global de tales patrullas iba en el cerebro de los guías, viejos individuos curtidos en las travesías de la arena, amantes de su patria seca y de su libertad de nómadas ancestrales. En esos entornos la vista no es muy útil porque el desierto es dinámico en la creación de paisajes, no hay muchos signos perdurables que faciliten la orientación y los valles y las colinas son más bien provisionales. Uno podría imaginarse lo más obvio, que es la observación de los astros para definir la posición y la ruta. Pero los saharauis son originales y recurren al olfato: esos viejos guías podían reconocer en qué punto preciso de su universo se encontraban mediante el método inverosímil de oler la arena en un ceremonial preciso: por la noche, el guía, acuclillado en la jaima, mandaba a uno de los efectivos de la patrulla a que recogiera un puñado de arena del exterior, y al recibirlo lo olfateaba para saber cuánto se había avanzado, y en qué dirección.
La patrulla salió de algún campamento del sur con dirección al noreste y estaba integrada, además del guía, por un puñado de combatientes jóvenes y fogosos, con educación moderna y conocimiento aún escaso de las tradiciones. Tres de ellos, escépticos, dudaron de facultades nasales tan portentosas, supusieron que eran un truco y complotaron para tomarle el pelo al viejo y descubrir cómo era que éste conseguía, en verdad, orientarse en el desierto. Antes de partir, llenaron un frasco con arena recolectada de los alrededores de la base y lo echaron en la mochila de uno de ellos.
Nada ocurrió tras la primera jornada de marcha: al caer la tarde, los integrantes del pequeño grupo de combate se dispusieron a descansar, levantaron un par de jaimas y se introdujeron en ellas para disfrutar de las tres cargas de té espumoso (ése es otro misterio: ¿cómo carajos le sacan espuma a esa bebida? ¿Le pondrán una pizca de detergente o una gota de clara de huevo sin que uno se dé cuenta?): la primera es amarga como la vida; la segunda, dulce como el sueño; la tercera, suave como la muerte. El viejo se mostró confiado en su sentido de la orientación, juzgó innecesario comprobar la ubicación geográfica y los jóvenes conjurados tuvieron que dormirse sobre su propia frustración.
En la tarde del segundo día, el responsable de llevar la columna a su destino dio muestras de inquietud: escudriñaba el horizonte planísimo, vacilaba por momentos, se detenía y miraba el suelo. Ordenó un alto en hora aún temprana y los hombres armaron las dos tiendas –una para los hombres y las armas, otra para el resto de la carga– y vertieron sobre la sémola un poco de agua inapreciable para preparar el alimento. Comieron conforme caía la noche y al terminar desempacaron la pequeña hornilla de alcohol y los vasos reglamentarios –más pequeños que un vaso de un cuarto de litro, más grandes que un caballito de tequila–, vertieron un puñado de hojas aromáticas en el agua de la tetera, le agregaron azúcar y se dispusieron a paladear la primera ronda, que después de pasar varias veces de la tetera al vaso y del vaso a la tetera, en cascadas altas, delgadas y precisas, sale espumosa, y amarga como la vida. Tal vez se dieron tiempo para relatar historias de familia, de amor y de muerte, o evocaron episodios de la recién terminada invasión mauritana, o comentaron las huelgas del sindicato Solidaridad en Polonia, o analizaron la visita del entonces jefe del gobierno español, Adolfo Suárez, a Irak y a Jordania, o debatieron sobre las repercusiones que podría tener para su pequeña patria ocupada la elección del siniestro y remoto Ronald Reagan: los saharauis, desde su rincón del desierto, y sin tele ni periódicos, están al tanto del mundo.
Quién sabe de qué hablaron, pero de seguro lo hicieron en forma animada y alegre, a pesar de la incertidumbre del combate próximo, de la devastación perpetrada en el Sahara Occidental por el genocida marroquí, de la precariedad de medios desde la que estos hijos del desierto se enfrentaban a una potencia regional armada por Estados Unidos. Con esos temas o con otros apuraron la segunda carga de té, que es dulce como el sueño, y la tercera, que es suave como la muerte, y luego se hizo el silencio. Entonces el viejo guía señaló a uno de los combatientes y le dijo: “Ve afuera y tráeme un poco de arena”.
El designado, reprimiendo los nervios, salió de la jaima en la que se encontraban, entró a la otra, en la que almacenaban las provisiones, hurgó en su mochila, sacó el frasco de arena, la echó en la palma de su mano y caminó de regreso hasta donde estaba el guía. Éste adelantó el cuenco de sus manos para recibir el puñado, inclinó la cabeza, aspiró profundamente y cerró los ojos. Pasado un instante, los abrió como platos. Miró a sus compañeros uno por uno, dejó caer la arena y se derrumbó a punto del llanto, mientras exclamaba: “¡Soy un estúpido! ¡Hemos vuelto al punto de donde salimos!”
Tengo muchos motivos para dudar de la veracidad de esta historia, pero todos se desvanecen ante una consideración que, por mi experiencia, tiene la condición de axioma: los saharauis no mienten. Son alegres, juguetones, pobres de solemnidad y tercos; en ocasiones pueden ser sombríos y retraídos, aunque casi siempre se conducen con una calidez que enchufa de inmediato en la fraternidad. Pero la glándula de la mentira no existe en sus organismos.
Eso lo saben bien los gobiernos de España y Estados Unidos –responsables máximos del sufrimiento del pueblo saharaui– y los babeantes funcionarios de la ONU que se limitan a alzar los hombros y a mirar al cielo con resignación ante la canallada en curso contra un pueblo despojado; y lo saben, por supuesto, el actual reyezuelo marroquí y su corte de aduladores. Hace 30 años, Occidente habría podido dar crédito a los habitantes indómitos del Sahara occidental, evitar la masacre de civiles saharauis que perpetró la aviación marroquí y la anexión de facto de buena parte de las viejas provincias de Saguia el Hamra y Río de Oro. Pero Hassán II implantó a 350 mil marroquíes en el desierto –la pobreza es dura– y construyó unas murallas que dividen al país en dos, y tan ignominiosas e ilegales como la gran jaula que Israel erige en Cisjordania para robarse tierras palestinas. La solución para los saharauis sigue sin llegar. República Árabe Saharaui Democrática, as salaam aleikum; conserva tu dignidad, tu apego a la verdad y tu alegría.
Pedro Miguel
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